Confesión de un loco europeo
Se me pide que dé testimonio de un hecho y, aunque me resulte molesto -pues
la locura es una enfermedad vergonzosa-, he decidido hacerlo, mecido, en mi
delirio, por la dulce ilusión de que podría ser útil.
Yo estoy loco. Como buen número de mis congéneres, no me doy cuenta en
absoluto: mi manera de ser me parece coherente y "pega" muy bien con la
realidad. Pero el veredicto de las gentes sanas de espíritu es prácticamente
unánime, así que yo no puedo hacer otra cosa sino aceptarlo.
Todo comenzó en mi infancia: Yo aprendí el esperanto. Esta lengua me pareció
tan atractiva, divertida, maravillosa, que muy pronto llegué a dominarla (lo
cual no es un récor, ya que cualquier persona víctima del mismo mal llega al
mismo resultado en el mismo plazo). En los primeros años yo no me di cuenta de
nada, pero un día, traduciendo en clase un texto griego, nos tropezamos con una
forma verbal rara y le dije al profesor: «¿Es quizá un
imperativo-interrogativo?» El venerable maestro me explicó pacientemente que yo
mezclaba dos nociones contradictorias y que mi hipótesis era absurda. Yo
repliqué: «Pero eso existe en esperanto», donde es totalmente corriente decir
"Kien ni iru?", lo que no tiene equivalente en francés; "ni
iru" significa "vayamos" (imperativo, primera persona del plural), y
"kien" significa "en qué dirección, a dónde". Si se puede decir
"vayamos allí", ¿por qué no se dirá "vayamos a dónde"? El profesor me puso en mi
lugar, explicando que el esperanto no era más que un código sin vida al cual no
era posible pedir explicaciones válidas para las otras lenguas.
Al año siguiente les conté a unos compañeros, en presencia de un profesor,
una conversación que se había desarrollado en esperanto. El profesor intervino:
«Vamos, no seas jactancioso. El esperanto no es una lengua; se puede vagamente
escribir, pero no se podría hablar.»
Fue entonces cuando comencé a tener conciencia de mi estado. Si gentes
simpáticas, inteligentes, honestas, instruidas, a quienes espontáneamente
respetaba (tuve la suerte de tener muy buenos profesores), eran unánimes en
demostrar que mi experiencia era falsa, es que lo era. La conclusión se imponía:
yo deliraba.
Semejante delirio tiene toda clase de consecuencias molestas. En la escuela
primaria un día dije "bajar abajo" y el maestro me corrigió: «Se dice
simplemente bajar, porque con eso basta.» Cuando deduje que entonces se debía
decir "viejo mujer" para evitar repetir en el adjetivo la noción de feminidad
implícita en la palabra "mujer", se me dijo que yo era un impertinente. Eso nos
ocurre con frecuencia a los enfermos mentales: se toma por maldad lo que no es
sino patología...
Pero en general mi enfermedad mental tenía más ventajas que inconvenientes
para un alumno medianamente dotado como yo.
El esperanto me lo ha dado todo a lo largo de mi escolaridad, una ventaja
sobre mis compañeros que nunca perdí. Conocía muchas cosas de geografía, porque
me escribía en esperanto con niños del mundo entero y porque mis lecturas eran
internacionales. Conocía una base de raíces germánicas que había asimilado
fácilmente.
Para un europeo que aborda el esperanto, las palabras desconocidas se
encuentran situadas en un conjunto que contiene siempre una proporción de
palabras familiares: nunca se trata de una masa totalmente extraña a atacar.
Consideremos unas palabras muy corrientes como nokto (noche),
domo (casa) y pluvo (lluvia). El francés y el español tienen
que aprender dos raíces (de las cuales una puede ser, según la edad y la
extensión del léxico personal, parcialmente conocida por derivados como
"domicilio"); el inglés, dos raíces, y el eslavo, dos raíces ("casa" se dice en
ruso y polaco "dom", y en checo "dum").
Además, había adquirido un sólido núcleo de raíces latinas que me ayudaron
mucho a asimilar el vocabulario francés. Cuando encontré por vez primera la
palabra "simiesco", la comprendí en seguida: simio quiere decir "mono"
en esperanto. Cuando se me habló del nervio crural, lo asocié inmediatamente a
la palabra corriente que designa la pierna en la lengua de Zamenhof:
kruro. Y como, para mí, cabeza es kapo, no tuve ninguna
dificultad en ver lo que tenía de común con la familia: decapitar, capitán,
capital...
En mi locura, siempre imaginé que había una relación estrecha entre el
lenguaje y el pensamiento, es decir, que el lenguaje era una herramienta que
ayudaba a pensar. Cosa curiosa, esta visión patológica me fue confirmada cuando
hice estudios de sicología. De cualquier modo, tuve siempre la impresión de que
el hecho de aprender en la infancia una lengua que se ajuste con
facilidad a todos los conductos del pensamiento era un triunfo nada
despreciable. Subrayo en la infancia porque me parece que los que
contraen la enfermedad en la edad adulta están demasiado acostumbrados a fundir
su pensamiento en los moldes rígidos de su lengua materna. Este punto es un
detalle que debería comprobarse. Pero la cuestión que nos interesa aquí es saber
por qué el esperanto sigue mejor que ninguna otra lengua el movimiento del
espíritu pensante. La respuesta es fácil: porque respeta, sin ninguna excepción,
la principal de las leyes sicolingüísticas: la asimilación generalizadora.
Un niño que conozco, de 6 años, dijo en la misma semana "florero" por
"florista" y "periodiquero" por "periodista". ¿Por qué? Porque había asimilado
espontáneamente el sufijo "ero" de la serie: carnicero, panadero, relojero,
zapatero..., y lo generalizaba inmediatamente. Y este otro de niño de 12 años a
quien pongo una gota de medicamento en el ojo inflamado y que me dice: «¿Es que
va a desenrojecer en seguida?», qué hace sino seguir la ley de la
asimilación generalizadora... ¡y pecar contra la lengua! Es que todas las
lenguas nacionales son unas dictadoras que exigen obediencia en detrimento de la
espontaneidad y de las necesidades de la comunicación. No existe más que el
esperanto del que se pueda decir: la lengua está hecha para el hombre y no el
hombre para la lengua.
Algunos encuentran fácil el inglés. Es que las personas sanas de espíritu
carecen de puntos de referencia. Un pobre loco como yo no comprende lo que la
comunicación gana en la obligación de decir "East Africa" (África del este), y
sin embargo "Eastern Europe" (Europa del este); "injustice" (injusticia), pero
"unjust" (injusto); "I sky", "I bicycle", pero no "I car"... Mientras que en
esperanto no hay problema: skio, esquí; mi skias, yo esquío;
biciklo, bicicleta; mi biciklas, yo voy en bicicleta;
aŭto, coche; mi aŭtas, yo voy en coche.
En una lengua donde la asimilación generalizadora no está inhibida por
ninguna excepción sino, al contrario, animada por toda la estructura
lingüística, el sujeto pensante experimenta una sensación de libertad
extraordinaria. Ninguna camisa de fuerza. Cuando persigue una idea, las palabras
están allí para servirle.
Imagine que conduce una reflexión sobre los sentimientos y la estructura
familiar. Puede hablar de un sentimiento paternal, maternal, fraternal, amical.
Pero cuando llega al tío... En esperanto, para formar un adjetivo, se reemplaza
la "o" final del sustantivo o la "i" del infinitivo por la terminación "a". Si
patro es padre, y frato es hermano, no es necesario memorizar
"paterno" y "fraterno"; se los forma: patra, frata. El sentimiento que
un tío experimenta por un sobrino tiene algo de muy particular, muy diferenciado
en relación con el sentimiento paterno o amical. En esperanto no hay necesidad
de reflexionar: onkla sento es la expresión que necesita. En esperanto,
abuelo se dice avo, y el adjetivo correspondiente es, por supuesto,
ava. Reemplace la terminación "a" por "e" y ya tiene el adverbio.
Cierto, la lengua francesa y las otras lenguas nacionales son ricas y bellas,
ellas merecen nuestro amor y nuestro respeto. Pero mi espíritu enfermo quisiera
asignarles su puesto. El que no conoce un dialecto pierde toda una atmósfera
íntima, puramente regional, que tiene un valor muy grande porque nos ata a
nuestras raíces locales. Pero el que no habla más que un dialecto y ninguna
lengua nacional pierde una cantidad enorme de riquezas culturales, de matices, y
de posibilidades de contacto. ¿No hay aquí una relación equivalente entre la
lengua nacional y la lengua internacional? Sin duda es necesario estar loco para
desear lo que preconizo: que un día cada humano posea realmente tres medios de
comunicación lingüística: el dialecto, la lengua nacional y el esperanto, que
correspondan a sus tres niveles de pertenencia, a tres patriotismos que, lejos
de oponerse, deberían integrarse los unos en los otros.
Mis corresponsales esperantistas han representado un gran papel en mi
adolescencia. A los 14 años tenía uno chino y otro japonés con quienes
intercambiaba cartas extremadamente interesantes en esperanto. Ellos me dieron
mi gusto por la cultura asiática y nunca diré suficientemente el enriquecimiento
cultural que ello supuso para mí. Si más tarde obtuve un título de lengua china,
se debió en gran parte a mi amigo esperantista Er Tungguo.
Yo tenía también corresponsales en Argentina, Australia, Suecia y Bulgaria.
Uno de mis hermanos fue contagiado (la enfermedad es contagiosa) y él también
tuvo correspondencia con esperantistas de diversos países. Teníamos unos 25
años, cuando la Checoslovaquia de la posguerra abrió sus fronteras al turismo.
Mi hermano y yo partimos en el primer grupo de viajeros. No olvidaré nunca la
calurosa acogida que nos reservó un grupo de esperantistas de nuestra edad
reunidos por el corresponsal de mi hermano. Los otros turistas de nuestro grupo,
gentes sanas de espíritu, no tuvieron ningún contacto con la población local. Mi
hermano y yo aprendimos sobre la verdadera vida checoslovaca más que todo el
grupo reunido, gracias a aquellas innumerables conversaciones directas,
espontáneas, sin esfuerzo y sin intérprete, con las gentes del pueblo.
Pero, ¿qué digo? Mi delirio no me abandona. Es evidente que todo eso no es
más que una ilusión. Yo no puedo comunicarme, puesto que el esperanto no es una
verdadera lengua. «Es una utopía», se me ha repetido, «las gentes de pueblos
diferentes hablarán una lengua internacional cada uno a su manera, según sus
estructuras gramaticales, su acento, su semántica, y nunca llegarán a
comprenderse». Con mi espíritu débil, no veo por qué un turco y un argentino que
se hablen en inglés pueden sin embargo comunicarse en dicha lengua, muchísimo
más difícil de pronunciar y de manejar que el esperanto. Pero, ¿qué puedo
contestar? ¡Saben tanto más que yo! Porque esa es la gran característica de las
gentes sanas de espíritu: no les hace falta experiencia para saber.
Un lingüista célebre -que nunca aprendió el esperanto- ¿no afirmó que esta
lengua podía rendir algunos servicios "a nivel de la vida cotidiana", pero que
no podría servir para una comunicación en sentido pleno en los terrenos
científico, filosófico, político o literario? He asistido a numerosos
intercambios científicos en esperanto, he discutido con frecuencia en esta
lengua de política o filosofía, me he emocionado muchas veces leyendo poemas
originales escritos en la lengua internacional por Kurzens, Kalocsay o Miyamoto
Masao. Pero, ¿qué puedo yo contra un lingüista que no tiene necesidad de
aprender una lengua para juzgar sus capacidades?
Un historiador y hombre de letras muy conocido declaró un día, con brío, en
la Sociedad de Naciones, con ocasión del examen de un informe muy favorable para
el esperanto, establecido por el secretariado de dicha organización (informe
pronto enterrado bajo argumentos "irrefutables"): «En esperanto se puede
traducir todo, pero no se puede expresar nada.» Desde luego, este señor nunca
abrió un manual de esperanto, nunca asistió a un debate en dicha lengua, pero
era un hombre sano de espíritu, titular entonces de una cátedra en una gran
universidad europea. Frente a esta salud mental, ¿para qué sirve relatar mi
experiencia de la realidad: esos hijos de padre francés y madre noruega cuya
lengua materna es el esperanto, esa pareja flamenco-húngara cuya sola lengua
común es el esperanto, esa expresión que utilizo espontáneamente en esperanto y
que soy incapaz de traducir a mi francés natal?
Vosotros que me leéis y sois sanos de espíritu, ayudadme a comprender mi
enfermedad. ¿Por qué demonios me siento herido en mi identidad esperantista
cuando leo lo de un diario tan serio como "Le Monde", escrito con ocasión de la
muerte del Presidente de la República Austríaca, Franz Jonas, que hablaba
esperanto con mucha soltura? En ese artículo, que le fue consagrado el 25 de
abril de 1974, leo: «Ese handicap, junto a (...) su gusto demasiado
exteriorizado por el esperanto y la fotografía en color, hace sonreír.» ¡Cuán
sutil es! ¡Cómo transmite hábilmente el periodista su mensaje, sin tocarlo a
manos llenas...! Pero mi espíritu enfermo no comprende. Cuando Jonas y Tito
conversaron en esperanto, cara a cara, ¿qué se dijeron que se prestase a
sonrisa?
Uno de los grandes problemas para los enfermos mentales es el de su inserción
social. Existen felizmente dos salidas: las organizaciones internacionales por
una parte, y las profesiones sicológicas por otra. Tuve la suerte de ser
admitido en unas y otras.
Me convertí en funcionario de la ONU porque había aprendido varias lenguas.
Es una complicación bastante frecuente de la enfermedad "esperanto". Mis
corresponsales me habían dado el gusto por las culturas extranjeras. Por otra
parte, sabía por experiencia que era posible dominar otra lengua. Pero sobre
todo -tal es al menos la manera como explica hoy las cosas mi delirio
sistemático-, me había condicionado en relación con mi lengua materna. Aprender
una lengua supone en efecto dos operaciones: una decodificación y una
recodificación. Para mí la decodificación se había hecho fácilmente. En
esperanto, las estructuras gramaticales son inmediatamente perceptibles, puesto
que la lengua es completamente regular y las relaciones entre las palabras, o,
semánticamente, entre las nociones, están expresadas por terminaciones o afijos
muy visibles. Yo había asimilado sin darme cuenta una gramática universal que me
facilitaba de manera increíble el aprendizaje de las otras lenguas.
Un francófono que aprende alemán, por ejemplo, debe pasar de un sistema
complejo, rígido y arbitrario, a otro sistema complejo, rígido y arbitrario, sin
que nada facilite la articulación entre los dos sistemas. Para pasar del francés
"je vous remercie" al alemán "ich danke Ihnen", es necesario aprender a
relativizar dos cosas: el lugar de las palabras en la frase y la naturaleza
directa o indirecta del complemento de objeto ("Ihnen" es un dativo). Cuando
aprendí esperanto yo decía al principio, según la estructura francesa, mi
vin dankas, pero no tardé en notar en los libros o revistas que leía, en
las cartas de mis corresponsales o en los enunciados de mis interlocutores, que
no había nada incongruente en decir mi dankas vin, o mi al vi
dankas, o mi dankas al vi...
El descondicionamiento estaba operado. Todos saben que es mucho más fácil
aprender la segunda lengua extranjera que la primera. ¿Por qué? Porque la etapa
de decodificación se ha franqueado. Como las estructuras lingüísticas aparecen
de manera concreta en esperanto, la decodificación con ayuda de esta lengua es
particularmente útil. Aprender esperanto es a la vez asimilar un núcleo de
vocabulario extranjero, hacer análisis gramatical y adquirir reflejos que
representan una saludable toma de distancia con relación a la lengua
materna.
A pesar de estas explicaciones delirantes, me convertí en funcionario de la
ONU. Había apenas llegado a la gran casa de cristal, cuando ya se me enviaba a
sesión: estaba encargado de establecer el informe analítico de una pequeña
reunión. Algún tiempo antes de mi partida para Nueva York, yo había participado
en una reunión con otros hablantes de esperanto. Había un japonés, un húngaro,
un brasileño, un belga francófono, un islandés... El japonés había comenzado a
estudiar esperanto dos años antes; el húngaro, nueve meses antes de la reunión;
los otros, no sé. El recuerdo de los debates, animados, espontáneos, vivos,
llenos de humor, resuena todavía en mis oídos.
Es con esta deformación, extracto de una vivencia patológica, con la que yo
penetré en la pequeña sala de reunión adonde me enviaba mi jefe onusino. El azar
quiso que hubiese allí también un húngaro, un brasileño y un japonés, pero los
otros eran un francés, un estadounidense, un soviético y un sirio. Era
extraordinario. Se les distribuía documentos en cuatro lenguas diferentes.
Hablaban delante de un micrófono y tenían en la cabeza unos auriculares por los
cuales unos intérpretes les susurraban, en una lengua generalmente diferente de
la suya, lo que se decía en la sesión. Para estas siete personas había ocho
intérpretes y un técnico.
El francés era un meridional lleno de verborrea, que no cesaba de decir
bromas e intentar meter en esta reunión severa un elemento de fantasía. En su
entusiasmo risueño, tenía tendencia a dar codazos a su vecino soviético o a
tirarle de la manga, sonriendo a más no poder. No olvidaré nunca su cara
decepcionada cuando veía que el soviético no reaccionaba. Es que había un
retraso de un cuarto, de medio minuto entre la frase humorística del francés y
la sonrisa divertida del ruso. El brasileño no sonrió jamás. No porque fuera de
humor triste sino porque, aunque de lengua portuguesa, él escuchaba a la
intérprete española y esta joven no estaba inspirada: las finezas del francés
eran omitidas o tristemente mixtificadas en la lengua de Cervantes.
El momento más interesante para este loco que soy yo fue el descanso. Todo el
mundo pasó a una pequeña sala vecina donde se había servido unos bocadillos.
Saboreando su naranjada o su café, los expertos (eran todos universitarios de
alto vuelo) se miraban sin decir una palabra o rezongaban una jerga que se
parecía de muy lejos a la lengua de Shakespeare. Con frecuencia nos pedían
traducir frase tras frase lo que ellos querían decirse.
Sorprendido por esta manera de proceder, mi espíritu enfermo emitió una
hipótesis: sin duda estos señores no tuvieron tiempo de aprender una lengua
donde la relación entre la inversión en energía y la eficacia fuese óptima para
la comunicación. Así que los interrogué uno tras otro. El húngaro había puesto
siete u ocho años en llegar a un nivel bastante lamentable para expresarse en
ruso. El japonés había aprendido inglés durante diez años, causando todavía
muchos quebraderos de cabeza a los intérpretes a causa de su acento (recuerdo
especialmente que no se sabía nunca si decía "primero" o "tercero" -"first" o
"third"-, pues los pronunciaba de manera prácticamente equivalente).
Las gentes sanas de espíritu son verdaderamente raras. Al parecer, habían
dedicado un tiempo inaudito para aprender unas lenguas que no dominaban y que no
les permitían comprenderse directamente. Pero allí donde verdaderamente chocaron
como contra un muro las limitaciones que engendra mi tara mental fue cuando me
informé sobre el aspecto financiero del problema. Para la reunión en esperanto a
que había asistido antes de mi salida hacia la ONU, los gastos lingüísticos se
elevaron a cero francos y cero céntimos. Aquí sin embargo, para entenderse mal,
gastaron una fortuna.
Emprendí algunas pesquisas a tal respecto, pero no tuve fuerzas para
proseguirlas. Lástima. Los presupuestos de las organizaciones internacionales
son muy interesantes. En el año de mis búsquedas, la Conferencia de las Naciones
Unidas para el Comercio y el Desarrollo, que tuvo lugar en Nueva Delhi, costó 8
millones de francos suizos. De esta cifra, 4 millones estuvieron dedicados
exclusivamente al sistema multilingüe empleado, y esta suma no comprendía ni la
multiplicidad de gastos de electricidad, de papel, de amortización de las
máquinas de escribir y otro material, ni los gastos ocasionados por los 190
intérpretes, revisores y traductores temporeros contratados especialmente para
la conferencia al precio de mil dificultades.
Me confieso vencido. Mi deficiencia mental me impide comprender por qué el
contribuyente sano de espíritu acepta financiar tales operaciones. Se trataba de
una conferencia para el desarrollo. ¿No existiría un mejor uso para esos 4
millones, más que la traducción, interpretación y dactilografía multilingüe,
operación puramente estéril, puesto que en el mundo de locos donde yo vivo,
nuestras reuniones internacionales prescinden muy bien de todo eso y la
comunicación en ellas es mejor?
Traté de trasladar mi experiencia a las personas competentes, pero vi
contraerse las caras, las cejas fruncirse, unas sonrisas irónicas dibujarse. Las
gentes sanas de espíritu saben que el esperanto es cosa poco seria, una manía de
algunos chiflados.
Hay dos soluciones al problema de la comunicación entre extranjeros. La de
las gentes sanas de espíritu consiste en estropear lenguas difíciles como el
inglés y el francés, después de años y años de estudio, en reuniones donde reina
una bonita desigualdad lingüística y donde de todas maneras no se entienden sin
intérpretes ni traductores. Esta solución es muy superior a la de los locos,
sobre todo en dinero.
La solución facilitada por los enfermos mentales de mi categoría consiste en
adoptar para las relaciones entre extranjeros una lengua bien adaptada a las
exigencias del siquismo humano, para que las personas de todas las culturas
puedan sentirse a sus anchas. En efecto, ¿qué es lo que inhibe la expresión
lingüística? Las dificultades de la gramática y del uso, la falta de la palabra
correspondiente al concepto. En una lengua como el esperanto, donde se necesitan
5 segundos para aprender a formar el plural de todos los sustantivos, 5 segundos
para aprender a formar el presente de indicativo (o el futuro, o el
condicional...) de todos los verbos, en todas las personas, 5 segundos para
aprender a formar un adjetivo a partir de un nombre y al revés, el rendimiento
de cada minuto de aprendizaje es extraordinario y la expresión lingüística es
insuperablemente desahogada. Qué sentimiento agradable no tener que preguntarse
en todo instante si se dice "vous disez" o "vous dites"; "on the bus" o "in the
bus"; "er helft mich" o "er hilft mir".
Nosotros los locos tenemos igual facilidad para el vocabulario. Necesitamos 5
segundos para aprender a formar caballeriza, perrera y pocilga (ĉevalejo,
hundejo, porkejo) a partir de caballo, perro y cerdo (ĉevalo, hundo,
porko); 5 segundos para aprender a formar yegua, perra y cerda
(ĉevalino, hundino, porkino); 5 segundos para aprender a formar potro,
perrezno y lechón ĉevalido, hundido, porkido). Cuando uno desea
aventurarse, allí está la palabra, inmediatamente presente al espíritu, mientras
que en inglés o en alemán, incluso después de diez años de estudio...
Es necesario estar loco, como yo, para juzgar preferible comunicarse entre
extranjeros con espontaneidad, sin gastar un céntimo, después de un aprendizaje
de duración razonable. (Se necesitan 167 horas para llegar en esperanto a un
nivel que, en inglés, exige 1.700 horas de estudio; eso no es nada sorprendente
si se considera que del 80 al 90% de las dificultades de una lengua no
incorporan nada a la comunicación.) ¿Para qué demonios adoptar una solución tan
sencilla, cuando es posible elegir una mucho más complicada que, por añadidura,
confiere a algunas lenguas un estatuto privilegiado, con todas las consecuencias
económicas y políticas que ello lleva consigo?
Nosotros los locos estamos todos sobre un mismo pie, con su acento extranjero
cada uno, cada uno utilizando una lengua que no es la de su país. Entre los
sanos de espíritu, el delegado noruego o finlandés, el húngaro y el mongol, el
griego y el portugués, hablan una lengua extranjera, mientras que el inglés, el
estadounidense, el francés, el ruso, utilizan su propio idioma. ¡Qué ventaja
sobre los otros! ¡Qué arma tan temible en los debates, donde el ridículo es tan
importante!
Un día, en mi delirio, relaté la experiencia vivida por mí, francófono
impenitente: «En Bélgica, los únicos flamencos con quienes no experimento
ninguna molestia en la comunicación, ni lingüística ni sicológica, son aquellos
con quienes hablo en esperanto.» Las gentes normales que me rodeaban sacudieron
la cabeza con piedad, y yo ya sabía lo que estaban pensando: «¡Pobre individuo!
Es buena persona, pero...» ¡Qué idea extravagante la mía! Pero mi delirio me
impide comprenderles. Les oigo gritar: «¡Derecho del suelo! ¡Derecho de la
mayoría!», y veo cerrarse los puños, contraerse los rostros, y tales
candidaturas eliminadas de oficio...
Hace falta estar loco para proponer como solución una lengua "artificial",
como dicen las gentes de espíritu sano. Es cierto que ella es "artificial":
cuando bromeamos cinco amigos de cinco países diferentes alrededor de un
simpático chato de vino, basta vernos y oír la rapidez de nuestra facundia para
comprender cuán chiflados estamos en nuestra "artificialidad". Mientras que con
sus hilos, sus micrófonos, sus botones selectores y sus decenas de traductores
que se desviven durante toda una noche entre bastidores para que los documentos
salgan en todas las lenguas de trabajo para la sesión de la mañana, la gente
sana de espíritu ha encontrado la solución "natural": el micro, la cabina de
intérpretes, los auriculares, he ahí a la naturaleza. ¿La boca y los oídos sin
intermediarios? ¡Qué horror! ¿Está usted loco?
¡Estoy loco! Veo muy bien sus sonrisas. Ustedes son atentos, gracias. Pero no
traten de convencerme. Hace demasiado tiempo que todo esto dura. Temo que mi
caso sea desesperado.
Aparecido en · Aperinta en : "Documents pour l'Enseignement" (17/1, janvier-mars
1976) Tradujo del francés · Elfrancigis : Francisco ZARAGOZA RUIZ http://www.esperanto-es.net/artikolo/loco.php |